Letras del Mundo Gotico



Otoño. Elizabeth Eleanor Siddal (1829-1862)

Sobre su nueva y brillante tumba
Las hojas de otoño están cayendo,
Donde la hierba alta se inclina oyendo
El murmullo incesante de las olas.

Anciano otoño, estoy aquí
Con mis espigas en cada mano;
Pronuncia la palabra del olvido,
Sólo el reposo parece bueno para mi.

Elizabeth Eleanor Siddal (1829-1862)

Donde suben y bajan las mareas. Lord Dunsany (1878-1957)

Soñé que había hecho algo horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.

Me bajaron por una escalera cubierta de musgo y viscosidades, y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, se vieron, pálidas y pequeñas, nadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos se taparon los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de ojos humanos.

Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el negro muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro.

Pero pronto se apartaron las ratas y murmuraron entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo. Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea. Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mi, y me exhumaron, y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango. Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol. Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y de nuevo me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso. Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma se creyó casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad. Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.

A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban, pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.

Al cabo percibí que dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo. Por algunos años espié atentamente aquéllas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.

El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.

Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.

Sólo pecó contra el Hombre. -dijeron- No es cuestión nuestra.
Seamos buenas con él. -dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miríadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.

En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trínaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño.

Lord Dunsany (1878-1957)

El Secreto. Emily Dickinson (1830-1886)

¿Qué confiesa el viento a los árboles?
¿Qué declara la marea contra el río?
¿Qué significa el suspiro de la brisa que pasa?
¿Por qué la hierba se estremece?
¿No has oído el angustioso canto
De las flores que dicen adiós, adiós?

Escucha como la gris paloma gime su pena
Bajo la bóveda del bosque;
Escucha el balanceo de las hojas que caen,
Escucha el lamento del amante.
¿Es que no entiendes el mensaje
De la marea, la brisa y el ave?

Ven, ven hacia el banco del río,
Ven en la mañana desnuda;
Ven cuando la hierba se baña con el rocío
-Allí encontrarás una advertencia-
Una pista en el beso que flota
Sobre el secreto que las aves y las brisas soportan.



Emily Dickinson (1830-1886)

La Noche Azteca.

ya las nubes han cubierto el firmamento,
dejando caer, un lúgubre y frió velo,
ocultando la tierra detrás de un manto,
hecho de la triste pero hermosa penumbra.
oscureciendo aun mas la gélida noche,
haciendo despertar poderosos ancestros.
de velando los oscuros secretos aztecas.
el frió viento, inherente ha traído,
apagados murmullos de antiguos dioses.
Tezcatlipoca, Quetzalcoalt, Mictlán, reclaman,
la sangre del divino y nuevo invasor,
del que por fuerza de espada los acabo,
los destruyo, y a sus fieles convirtió.
el jaguar ha callado ya su grito de guerra,
rendido ante el olvido de su pueblo.
el águila ya no vuela por tus tierras.
la noche llego para tu pueblo guerrero,
el sol ya no saldrá sobre la gran Tenochtitlan,
dejando en penumbras a tu gran imperio.
duerme fiel guerrero, el fin ha llegado.

Fernando M. Altamirano.

Ofrenda Floral.

¿Por qué llevas flores a los muertos,
Que en gélidos panteones descansan?
Ellos no podrán contemplar desde su encierro
La belleza allí dejada, abandonada,
Resignadas a adornar,
El lúgubre lugar.
El crepúsculo llego,
La eterna noche se acerca,
Ahora, se resignan a sufrir.
Abandonando su hermosura.
Allí postradas sin salida.
Ahogando sus cuerpos,
En un océano de almas.
Pero siguen allí, en silencio,
Cumpliendo su injusta condena,
Custodiando, la pétrea imagen de un difunto,
Junto al cual, en permanente vigilia,
Verán pasar tristemente,
La destructora mano del tiempo.
Con sus cuerpos casi sin vida.
Soñando con su triste final.
Adornando lóbregos pasillos,
Dejando caer, lentamente sus pétalos,
Para finalmente, morir.

A Pan. H.P. Lovecraft.

Sentado en una cañada entre bosques
A orillas de un arroyo bordeado de juncos
Meditaba yo un día, cuando adormeciéndome
Me vi sumido en un sueño.

Del riachuelo surgió una figura
Medio hombre y medio cabrio;
Tenía pezuñas en vez de pies
Y una barba adornaba su garganta.

Con un rústico caramillo de caña
Tocaba dulcemente aquel ser híbrido,
Y yo olvidé todo cuidado terreno
Pues sabía que era Pan.

Ninfas y sátiros se congregaron
Para gozar del alegre sonido.

Demasiado pronto desperté con pesar
y volví a las moradas de los hombres,
Pero en valles campestres yo querría vivir
Y escuchar de nuevo la flauta de Pan.

El Lamento de la Ninfa

Una solitaria ninfa, se mueve en silencio por el rió.
Dejando caer frías lagrimas sobre el agua,
Dejando oír sus sombríos lamentos.
Buscando consuelo en soledad,
Viendo su triste reflejo,
Dibujado en la lobreguez de las aguas.
Tiñendo el rió de dolor, manchándolo de tristeza
Su alma destrozada se proyecta, en sus brillantes ojos,
Profundas lagunas, oscuras, sin esperanzas, llenas de dolor.
Ella viste la mortaja del silencio,
Conduciendo su alma hacia el abismo,
Abandonando su antigua inocencia,
Dejando atrás el mundo que la olvido.

Seres Elementales.

Son seres, considerados por la mayoría de la gente como "mitológicos" , "imaginarios" , "mágicos" y cosas similares. Pero en realidad.. estos seres, representan los 4 elementos de la naturaleza:

-AGUA-FUEGO-AIRE-TIERRA

Estos seres normalmente habitan en un plano interno, y se presentan en el plano primario cuando son invocados por medios mágicos. No son muy inteligentes, y ésta es precisamente la razón para que sean invocados tan frecuentemente, ya que otros seres más listos presentarían más resistencia a la invocación.

Un elemental puede ser invocado mediante conjuros, con una vara o con otro objeto invocador. Lo más importante al invocar a un elemental es mantener el control de éste al llegar al plano material, ya que los elementales odian alejarse de su plano residencial, y al llegar al plano material lo hacen muy cabreados. Si el elemental es destruido vuelve al plano interno del que procedía.

Si la persona que invoca pierde el control del elemental pueden pasar dos cosas; que el elemental le ataque o que decida volverse a su plano de origen. El control de un elemental puede ser robado a la persona que lo invocó mediante el conjuro de Disipar magia.

ELEMENTAL DE AIRE: Deben ser invocados en un lugar aireado y con ráfagas de viento. Aparecen como una nube deforme, que resulta bastante indistinguible. Atacan con un chorro de aire, y si no es suficiente para derrotar al enemigo adoptan forma de torbellino. Esta es la forma más poderosa de un elemento de aire.

ELEMENTAL DE TIERRA: Son invocados sobre tierra o roca. Su forma es la de un humanoide gigante formado por piedras, metales preciosos y gemas. Es lento en los movimientos, pero incansable, su sonido es el de un terremoto y es capaz de destruir fortificaciones con facilidad si están formadas por piedra. Sin embargo es menos efectivo luchando contra criaturas en el aire o en el agua.

ELEMENTAL DE FUEGO: Deben conjugarse en una llama abierta de buen tamaño. Aparecen como un humanoide con los rasgos faciales en fuego azul y el resto de su cuerpo como una llama común. Son muy agresivos, feroces y la única forma de escapar de sus llamas es con agua. Un lago cercano es una posible solución, ya que los elementales de fuego son incapaces de actuar en el agua.

ELEMENTAL DE AGUA: Deben ser invocados en un río, lago o mar, aunque pueden servir otros líquidos acuosos. Emerge del agua en forma de ola con una cresta en la parte superior y unos brazos formados por olas más pequeñas. Una vez invocado, el elemental puede fundirse con el agua y volver a reaparecer más tarde. Son una amenaza para los barcos que se crucen en su camino. Pueden luchar también en tierra firme, pero con menos destreza.

Visión Filosófica : “Los elementales no puede clasificarse entre los hombres, porque algunos vuelan como espíritus, no son espíritus porque comen y beben como los hombres. El hombre tiene un alma que los espíritus no necesitan. Los elementales no tienen alma y, sin embargo, no son semejantes a los espíritus, éstos no mueren y aquellos sí mueren. Estos seres que mueren y no tiene alma ¿son pues animales?. Son más que animales porque hablan y ríen. Son prudentes, ricos, sabios, pobres y locos igual que nosotros. Son la imagen grosera del hombre, como éste es la imagen grosera de Dios... “ (Paracelso, Philosophia Oculta, 1493).

Los Elementales de AGUA: Se caracterizan por un eterno fluir y son gobernados por ondinas, sirenas, ninfas y nereidas. Son seres de gran belleza y simbolizan, tanto como el agua, los sueños y las fantasías. El agua, sumamente vital para los seres humanos, posee propiedades importantes también en el mundo de las criaturas mágicas. El agua es un elemento que puede curar, porque limpia y purifica. El elemento agua, aunque gobernado por las ondinas, es el hábitat de muchas otras criaturas mágicas. La gran mayoría de ellas, de género femenino, son afines a los atardeceres, el otoño, la plata, el mercurio y la energía receptiva. Por lo general, estos seres del agua son bellos y benévolos. Sin embargo, las que viven en lagos y mares suelen ser menos afables que las asociadas a ríos y arroyos.

Los Elementales del FUEGO: El fuego simboliza el coraje y la vitalidad. Está regido por las salamandras. Son regentes del elemento fuego las salamandras, parientes de los lagartos de fuego. Estas criaturas son afines al mediodía, el verano, el oro y la energía proyectiva.

Los Elementales del AIRE: Regido por las hadas, las sílfides y los silfos. El aire promueve el movimiento, tanto par agitar a las nubes como para lanzar el fuego. Los seres mágicos del aire pueden ser benévolos como malignos y las leyendas dicen que deben ser tratados con mucha prudencia porque suelen ofenderse con facilidad si se los molesta. Los elementales del aire son afines a buscar relación con seres de otros elementos así como también con el hombre. Prefieren los lugares abiertos, árboles, el aire mismo. Estas criaturas se vinculan al amanecer, la primavera, el cobre, el estaño y la energía proyectiva.

Los Elementales de la TIERRA: Simbolizan la realidad sobre la que nos apoyamos engendrando sabiduría y salud. La tierra es la fuente de la vida. Este elemental es regido por duendes, pigmeos y gnomos. Las criaturas del elemento tierra se hallan en sintonía con la noche, el invierno, el hierro y la energía receptiva.

La Historia del Codex Gigas

La leyenda señala que el autor del Codex Gigas fue condenado a ser emparedado vivo por un grave crimen y, para que la pena le fuera condonada, el monje propuso crear la obra en una sola noche, para gloria de su monasterio.
Pero, para cumplir su promesa, tuvo que pedir ayuda al diablo. Una vez terminado su trabajo, el monje, como reconocimiento, incluyó disimuladamente un retrato de su "auxiliar" en el manuscrito.
En Praga, el manuscrito, protegido por una tapa de madera, será expuesto al mismo tiempo que otros documentos relacionados con la edad media.
Al final de la Guerra de los Treinta Años(1618-1648), la Biblia del diablo fue tomada como botín de guerra por las tropas del general sueco Konigsmark, junto a otros objetos de arte de la célebre Kunstkammer de Prague del emperador Rodolfo II de Habsburgo (1552-1612).
Los soldados también se llevaron el Codex Argenteus, compuesto de letras de plata y oro y creado hacia el año 750, y que actualmente se encuentra en Uppsala (centro de Suecia). Desde el siglo XVII, el Codex Gigas salió del territorio sueco en dos ocasiones, para ir al Metropolitan Museum de Nueva York en 1970, y a Berlín hace ocho años.
En 1594, el emperador Rodolfo II rescató el manuscrito gigante de la oscura celda monacal de Broumov, incorporándolo a sus espléndidas colecciones de objetos raros.
Cuando las tropas protestantes suecas tomaron en 1648 el Castillo de Praga, se apoderaron de las colecciones rudolfinas. Desde ese mismo año la Biblia está depositada en la Biblioteca Real de Estocolmo.

AMIGOS QUE POR SIEMPRE NOS DEJARON...

Amigos que por siempre
nos dejaron,

caros amigos para siempre idos,
fuera del Tiempo
y fuera del Espacio!

para el alma nutrida de pesares,
para el transido corazón, acaso".

Edgar Allan Poe

Manifiesto Gotico

Porque hay Dia del Padre, de la Madre, del Trabajo, de la Mujer Trabajadora, del Orgullo Gay, del Orgullo Friky… comenzaremos una campaña a nivel nacional para que a los góticos (que ya somos legión) se nos tome en serio y no nos definan como “potenciales psicópatas asesinos”.
Porque tenemos derecho a jugar a Vampiro en vivo por la calle. Porque nos puede gustar ir a los cementerios, para que no nos miren raro en el metro por ir leyendo un libro de Vampiro…
Por eso se declara desde este blog el dia 11 de Noviembre fecha del aniversario del movimiento gótico (cuando se estrenó en 1994 la película “Entrevista con el vampiro” con Tom Cruise, Brad Pitt y Christian Slater, y basada en la novela homónima de Anne Rice) como la Noche del Orgullo Gótico (teniendo en cuenta nuestro gusto por el negro, la oscuridad, la fantasía de vampiros y las fiestas nocturnas, ¿no íbamos a celebrar el día, no?).
Id pensando en actividades, kedadas, roles en vivo, visionados de películas, fiestas, conciertos, raves… lo que sea para ese día y por favor dadle el máximo de publicidad posible… a ver si conseguimos salir en el telediario. Seguiremos informando.


DERECHOS INALIENABLES DEL GÓTICO
1.-Derecho a vestir siempre de negro.

2.-Derecho a adorar el color negro, los pentagramas y las cruces invertidas.
3.-Derecho a llevar maquillaje pálido y pintalabios rojo intenso a todas horas.
4.-Derecho a dormir en un ataud.
5.-Derecho a disfrutar con las películas, videojuegos y juegos de rol con angustia interna, ambientes opresivos, estética gótica o sangrientos.
6.-Derecho a escuchar rock gótico a todo volumen a todas horas.
7.-Derecho a beber bebidas con la consistencia de la sangre.
8.-Derecho a hacer turismo por los cementerios.
9.-Derecho a enfrentarse abiertamente a la Iglesia católica y simpatizar con el satanismo, Wicca y ocultismo.
10.-Derecho a dominar el Mundo.

NECRONOMICON, El Libro de los Nombres Muertos


El Necronomicon es una fascinante obra escrita por el arave Abdul Al-Hazred. En el cual revela los secretos para contactar a los seres sobrenaturales que habitaron nuestro mundo en el pasado. Existe una discusion sobre la exitencia de dicho libro, ya que, por el momento no se conose el paradero del texto original ni de sus copias.
Referencias y aportaciones de H. P. Lovecraft
Por su parte, Howard Philips Lovecraft, realizó a lo largo de distintas novelas referencias a un libro que según relataba contenía fórmulas mágicas para la invocación de demonios, además de dejar entrever un conocimiento particular de la relación espacio-tiempo. Muchos lectores trataron entonces tratar de localizar una copia impresa de aquel misterioso libro, pero sus resultados fueron infructuosos. Lovecraft sin embargo ofrecía poco a poco más detalles sobre aquella obra.
Aquel libro fue escrito por el poeta Abdul Al-Hazred durante el siglo VIII. A mediados del siglo X, la obra fue traducida al griego por Theodorus Philetas con el título de Necronomicón, trabajo que realizó en el más absoluto de los secretos, pero que no evitó que el patriarca Miguel tratase de destruir todas las copias sin conseguirlo. En 1228, Olaus Wormius tradujo la obra al latín. A pesar de la persecución, según Lovecraft se realizaron distintas impresiones en España y Alemania durante el siglo XVII. Sin embargo, El Libro de los Nombres Muertos, Necronomicón o Al Azif, uno de los libros más temidos, perseguidos y buscados durante toda la Historia, presumiblemente no existe. Pero sobrevive y distintos están dedicados a aquel libro que sacado de la mente de un autor creó una auténtica leyenda que abocaba a distintos investigadores a suplicar el acceso a aquel texto en las universidades en las que se supone se custodiaba. En cualquier caso, la leyenda en torno a este libro no nos debe de sorprender, ya que no se trata de un hecho aislado. Muchos son los libros que citados por distintos autores que no existen ni existieron (Como “Los Protocolos de los Sabios de Sión”), aunque tampoco hay que ir a la rama ocultista para encontrar enigmas de este tipo como es el caso del Segundo Libro de Poética de Aristóteles de “El nombre de la rosa”.

Berenice

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.
La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.
FIN